Últimamente me he vuelto muy diestro en el arte de la pluma, al punto que en sólo unas horas puedo contar muchas historias distintas. Y digo que mi destreza a crecido porque muchas personas que me leen (sobre todo del mundo de las letras) así me lo han hecho saber cuando me dicen que lo estoy haciendo bien.
Asimismo estas ultimas semanas he compartido con personajes del calibre de Federico Wolf o incluso del connotado Pablo Simonetti.
Y aunque Wolf no es precisamente un literato, no deja de ser un creador con las palabras pues la música también requiere de estas nobles servidoras.
Y algo en lo que ambos concordaron es que en la simpleza de lo cotidiano se haya la fuente de inspiración.
Algo con lo que concuerdo pues es lo que diariamente hago cuando escribo. (Y que también he hecho en ciertos escritos más íntimos a los que les tengo un cariño).
Pero la paradoja de la escritura es que puedo hacerlo para hablar de otros, de narrar historias que veo y/o que me cuentan, pero que no puedo hacerlo por algo que venga de mi interior (al menos no con tanta facilidad como decirlo en tercera persona).
Y es en esta reflexión cuando empiezo a pensar en el interminable cliché de la motivación literaria ("¿Por qué habré de escribir si apenas sé tomar una pluma?").
Pero quizás el origen de esta dificultad se haya en algo bastante común y al mismo tiempo inusual: La censura.
Y yo, como ente responsable de lo que mis palabras puedan plasmar sé mejor que nadie que por la boca muere el pez. Y es justamente esto de lo que más debo cuidarme... y lo que tal vez me impide hablar de mi con la facilidad que puedo hacerlo de los demás